A la buena gente se la conoce
en que resulta mejor
cuando se la conoce. La buena gente
invita a mejorarla, porque
¿qué es lo que a uno le hace sensato? Escuchar
y que le digan algo.
Pero al mismo tiempo,
mejoran al que los mira y a quién
miran. No sólo porque nos ayudan
a buscar comida y claridad, sino, más aún,
nos son útiles porque sabemos
que viven y transforman el mundo.
Cuando se acude a ellos siempre se les encuentra.
Se acuerdan de la cara que tenían
cuando les vimos por última vez.
Por mucho que hayan cambiado
-pues ellos son los que más cambian-
aún resultan más reconocibles.
Son como una casa que ayudamos a construir.
No nos obligan a vivir en ella,
y en ocasiones no nos lo permiten.
Por poco que seamos, siempre podemos ir a ellos, pero
tenemos que elegir lo que llevarnos.
Saben explicar el porqué de sus regalos,
y si después los ven arrinconados, se ríen.
Y responden hasta en esto: en que,
si nos abandonamos,
les abandonamos.
Cometen errores y nos reímos,
pues si ponen una piedra en el lugar equivocado,
vemos, al mirarla,
el lugar verdadero.
Nuestro interés se ganan cada día, lo mismo
que se ganan su pan de cada día
se interesan por algo
que está fuera de ellos.
La buena gente nos preocupa.
Parece que no pueden realizar nada solos,
proponen soluciones que exigen aún tareas.
En momentos difíciles de barcos naufragando
de pronto descubrimos fija en nosotros su mirada inmensa.
Aunque tal y como somos no les gustamos,
están de acuerdo, sin embargo, con nosotros.
Bertol Brecht
jueves, diciembre 10, 2009
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