Soñar no cuesta nada.
Contrario a cuanto ejercicio hoy se nos recomienda,
no requiere de zapatos ni ropa adecuada.
No nos pide sudar o quemar calorías.
Ni calcular el posible daño o provecho
para nuestra salud.
No es tampoco un hábito
cuya repetición pueda conducirnos a cáncer de pulmón
o de cualquier otra parte del cuerpo.
Soñar no daña la ecología,
ni atenta contra la capa de ozono.
No aumenta el colesterol,
ni fomenta la crueldad contra los animales.
Soñar no afecta los reflejos,
ni causa daños congénitos.
No es dañino para las mujeres embarazadas,
ni inhibe la lactancia materna.
Soñar es un deporte barato.
No require de equipo sofisticado,
ni de constante y agotador entrenamiento.
No se puede decir, sin embargo,
que no cause riesgos al corazón.
Sin embargo, hasta el momento,
no se ha encontrado base científica para
contraindicar los sueños,
aunque los argumentos a favor de su extinción
se fabrican a diario.
Yo sostengo que soñar continía siendo una práctica subversiva,
con una deliciosa, pero lícita, peligrosidad;
una hábito difícil de erradicar,
cuya ternura y perseverancia
sigue teniendo la innata capacidad de conmover
y abrir ranuras, por pequeñas que sean,
en corazas bien armadas y aparentemente impenetrables.
Si quiere practicar una actividad de bajo costo,
bajo riesgo y sin ninguna susceptibilidad a las altas y bajas
del mercado,
le aconsejo soñar,
y no permitir que nadie lo convenza
de que no sigue usted siendo dueño, al menos,
del inmenso poder de su imaginación.
Gioconda Belli
miércoles, agosto 19, 2009
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